lunes, 11 de marzo de 2013

59 universos mínimos




Aunque Micromundi es el primer libro en prosa de Francisco Javier Guerrero (Córdoba, 1976), el autor cuenta con una larga lista de relatos y de microcuentos publicados tanto en periódicos y revistas del ámbito universitario como en diversas antologías y libros colectivos.
Con un poemario a la espera de ser publicado en Ediciones Oblicuas, Cuaderno de ruta, Guerrero apuesta por uno de los géneros que a día de hoy goza de una mayor proyección y que encierra más potencialidades comunicativas, un género que se adapta perfectamente a los hábitos lectores de la sociedad actual, y lo hace avalado por un clarividente prólogo, “La savia crepitante de lo pequeño”, firmado por la Asociación Cultural Mucho Cuento.
Los 59 microcuentos, que siguen con fidelidad los preceptos del género y se alejan de los lugares comunes, funcionan como un todo unitario, pese a los diferentes tonos (hay una combinación de lo onírico con lo fantástico, de la ingenuidad infantil o del padre al contemplar a sus hijos con la más cruda realidad) y planteamientos narrativos de cada historia, pues en todos ellos hay un continuo esfuerzo por conseguir la concisión y precisión tanto al seleccionar lo que se quiere contar como en el uso del lenguaje.
En este sentido, debemos resaltar que consigue que los títulos sean parte esencial de la historia al desvelarse en ellos alguna clave. Del mismo modo, las historias no quedan en la simple anécdota, sino que trascienden la realidad y universalizan el conflicto planteado en las primeras líneas con una sugerencia que, unida a la sorpresa final, exige al lector la toma de un papel activo en la lectura.
Debemos concluir, por tanto, resaltando el buen oficio de un escritor que maneja con solidez los recursos propios del género y que no es un recién llegado.


A continuación, os reproduzco “Génesis”, el microcuento que abre el libro.


GÉNESIS
Javier abrió el libro por su primera página. Antes, María lo había cogido de la estantería. Primer estante, libro veintisiete, le dijo su padre. Cada día un libro distinto ocupaba ese mismo lugar. Ese día fue, casualmente, un ajado Antiguo Testamento. Los hermanos, que apenas levantaban dos palmos del suelo, se sentaron juntos y simularon que sabían leer.

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